la guerra intelectual


En el siglo XXI la Humanidad vivía un momento de desesperanza. La Humanidad habitaba en un mundo en el que la mentira se abría camino, dónde era posible enseñar en las escuelas que los humanos convivieron con los dinosaurios, en el que era posible tener adeptos a la lejía de Berthollet como remedio a la covid-19, en el que la planitud de la Tierra tenía decenas de miles de adeptos, en el que la gravedad no era cierta y en el que las vacunas inoculaban a las personas nano robots que no existían para controlar a las personas.

Un tiempo en el que se estuvo a punto de acabar con otro que había conseguido llevar al hombre a la Luna, desentrañar las esencias de la materia o desvelar en meses las claves de la vida de un ser invisible, un virus, que hizo que todo cambiara.

Se trató de una guerra intelectual, un nuevo modelo de contienda inventado en la época en la que los proyectiles fueron las sentencias falsas que minaban, no el físico de los seres humanos, sino sus conductas, y sus decisiones, haciéndoles creer como ciertas, verdades incuestionables o al menos incuestionadas por los que iniciaron la contienda. Nadie hizo caso a las alarmas difundidas desde notables miembros de la intelectualidad humana. La mentira se desbordó como un reguero de bits por todo el universo interconectado. Las mentiras llevaron al poder a gobernantes que las usaron para ser primero aceptados y luego aclamados. Eran adeptos a ellas mientras decidían sobre falsas premisas los destinos de buena parte de los seres humanos. Un mecanismo perverso que pretendía acabar con la razón.

Fue el comienzo de una guerra entre la verdad y la mentira aparentemente incruenta, que escondía para muchos lo que era evidente para otros: las consecuencias terribles en el corto plazo del gobierno de la sinrazón.

Así, durante algún tiempo, no fueron capaces de ver que las decisiones de aquel momento marcarían el futuro, lo que hoy es nuestro presente. Sus decisiones erróneas crearon la realidad en la que hoy vivimos.

Hoy, que sabemos que fue entonces cuando se empezó a dudar de los científicos, de los pensadores, de los intelectuales y a negarles. Un tiempo en el que la irracionalidad del dogma, fue ganando terreno a la experiencia de la observación, un mundo que comenzó a preferir la consoladora mentira a la honestidad de la verdad.

one million miles away

¿Parece lejos verdad? pero ¿es mucho? ¿sí? ¿seguro?

Porque ¿qué nos encontramos a un millón de millas? O sea a millón y medio de kilómetros. ¿qué podemos encontrarnos?.
Poca cosa. Es casi nuestra casa, el universo vacío.

Nuestra Luna se halla de nosotros a sólo unos 400 mil kilómetros, casi 250 mil millas. Venus a algo menos de 40 millones de kilómetros o 27 millones de millas.

Así que ¿qué podemos encontrar a un millón de millas? Nada excepto la soledad del negro Universo en el que vivimos. Un universo en el que la luz es casi una excepción.

¿Por qué entonces escogió el inclito guitarrista irlandés Rory Gallagher esta distancia para contarnos lo lejos que estaba de casa? ¿Porque rimaba?, quizá. Pero creo que fue porque a veces los números no importan.

La auténtica distancia, la verdadera lejanía no se mide en kilómetros ni en millas. Se encuentra cerca de nosotros: en la barra de un bar en la que sólo resta un dormido camarero que aguarda a que el último cliente se marche.

La auténtica lejanía se mide en bites de soledad. Gallagher, un gran poeta que encontraba la inspiración en la barra de un bar, lo sabía bien.

La soledad, la oscuridad, la lejanía no están en las medidas. Está en nosotros.

Como Ripley, la comandante de la nave Nostromo. Lejos de su casa, dormida, sola, aunque acompañada de un silencioso Alien que hospedado en sus entrañas no pudo acabar con ella; mas al contrario la hizo mucho más fuerte. Su fortaleza nació de su soledad. La compañía no es sinónimo de seguridad, mas al contrario.

Nunca estamos solos, siempre estamos con nosotros mismos.


The Wall of Fame (Dublin). Felipe Ramírez 2019.